Portada
Carlos Villamar�n Escudero
- CONCURSO LITERARIO
TALLERES GRAFICOS ATENAS
Quito - Ecuador
�C�sar, mal amigo, muero disgustado contigo, porque nada haces por salvarme. �No ves que pronto me engullir�n las aguas? �clama Roque asqueado de la conducta de su amigo de siempre y actual compa�ero de naufragio, mientras lucha con desesperaci�n para evadir de las voraces fauces del mar embravecido.
�Insensato �replica el aludido, impotente de poder mantenerse a flote�. �Desconoces acaso que tampoco yo s� nadar? De saberlo c�mo, tenlo por seguro que ya me hubiese ido de aqu�.Fragmento del relato "Dos amigos"
De Carlos Villamar�n Escudero
- INTRODUCCI�N
Esta vez no pod�a fallar.
El anhelado triunfo con el cual hab�a so�ado tanto Lequerica, el obstinado aspirante a escritor, no pod�a estar m�s cercano.
Al fin, el eminente doctor Urbina, escritor de primer orden, con m�s libros publicados que a�os vividos, le hab�a concedido la promesa no s�lo de recibirle sino tambi�n de asesorarle.
Quedaba lejos la ocasi�n en que, luego de superar grandes y espinosos escollos, consigui� que el ilustre doctor examinara uno de sus relatos que ten�a en mente presentarlo en el pr�ximo concurso literario. Mas entonces la conclusi�n que el hombre de letras sacara de aquella lectura no pudo ser m�s deprimente. "Joven �dijo, arrugando el ce�o�, en su propio beneficio, le sugiero se dedique a algo que nada tenga que ver ni remotamente con la literatura. Opino con absoluta sinceridad que el oficio de las letras no comulga con sus aptitudes. Sin embargo, si la persistencia de la pasi�n por las letras se mantiene a�n viva luego de algunos a�os de serena reflexi�n y, mediante una intensa pr�ctica, haya adquirido destreza en el dominio de ellas, vuelva entonces usted a verme, por supuesto, si todav�a precisa de un saludable consejo".
Sin embargo el fiel y tenaz aspirante a escritor, aunque hondamente consternado por el fallo del experimentado literato, quien sin el menor eufemismo le hab�a arrebatado la esperanza de coronarse con el �xito en el concurso inmediato y sabe Dios en cu�ntos otros mediatos, se neg� rotundamente a desprenderse de su sue�o dorado, acariciado desde la infancia: exhibir a la luz p�blica sus creaciones gestadas y desarrolladas en el m�gico reino de la fantas�a.
Luego de meditar detenidamente sobre el consejo recibido, se aventur� a suponer que el literato doctor, por muy literato y doctor que fuese, pudo quiz� haberse equivocado al llegar a aquella tajante conclusi�n. �Era, acaso, �l capaz de emitir un dictamen justo sobre todo ese caudal de atributos que posee un escritor, por novato o mediocre que fuera, solamente con echar un somero vistazo a unos cuantos p�rrafos, tal vez los menos afortunados de toda una obra? �O acaso le hab�a querido jugar una broma? Pero, entonces, �a qu� inescrutable motivo se deb�a que hasta la fecha no hubiese podido alcanzar el m�s modesto triunfo?
- No obstante, que esta idea le tra�a incrustada en la mente, cual dolorosa espina, termin� por confiar en la buena fe del doctor Urbina; pero de modo alguno seguir�a su consejo respecto a dedicarse a otra actividad. Si bien, la ilusi�n de ser parte del pr�ximo concurso se hab�a esfumado, en cambio, el anhelo de someterse a un proceso de intensiva instrucci�n se despert� en �l. Combinar su innata vocaci�n �que no pod�a sola� con una respetable dosis de sabidur�a era un asunto indispensable que no admit�a plazo ni alternativa.
- La esperanza de figurar un d�a en el apasionante mundo de las letras se hallaba m�s viva que nunca en la mente del escritor en ciernes.
CAPITULO UNO
Ahora, luego de largos a�os de agotadores estudios, Lequerica volv�a a visitar al insigne doctor, en procura de sus sabios consejos. Un importante concurso literario internacional, cuyo g�nero era el relato, se hallaba a punto de efectuarse. Y el joven (que a decir verdad hab�a dejado de serlo desde hac�a mucho tiempo ya) se hab�a prometido que en esta ocasi�n tomar�a parte de �l.
Esta vez no buscaba recabar una opini�n acerca de su capacidad literaria, que tal cosa dej� de preocuparle desde mucho rato atr�s, sino el consejo sobre cu�l de los relatos que tra�a consigo contar�a con mayores posibilidades de triunfo en el certamen. Por cierto, el doctor, con su experiencia tambi�n como jurado en esos eventos, luego de someterlas a un riguroso an�lisis y sopesarlas seg�n su sabio criterio cada una de las creaciones, estar�a en capacidad de sugerirle sobre la que m�s se acomodara a las circunstancias.
El doctor Urbina, no obstante su fama de hombre adusto y poco devoto de la cortes�a, le recibi� con suma amabilidad, seguramente en atenci�n al indeclinable tes�n de Lequerica por alcanzar el fugitivo �xito. Aquella actitud le sorprendi� gratamente a �ste, puesto que todav�a conservaba fresco el recuerdo de la nada alentadora acogida que tuviera la visita anterior. Claro que en aquella �poca se hallaba el destacado personaje muy lejos de verse cubierto por las marcas que deja detr�s de s� el prolongado desfile de los a�os, que, adem�s, no olvida la broma de ablandar el car�cter de las personas. Y ensalz� a la bendita vejez que opera verdaderos milagros en el g�nero humano. Ciertamente, el mundo ser�a un para�so si lo habitasen �nicamente ancianos.
El pr�ncipe de las letras, que le esperaba situado en la puerta de su regia mansi�n, le concedi� una cordial bienvenida e invit� a ingresar de inmediato y directamente a su despacho. Una vez all�, rog� que se acomodara en un ancho butac�n tapizado de reluciente piel color casta�o, mientras que �l se instalaba, como en un trono, en su mullido sill�n situado detr�s de una enorme mesa de nogal. Pase� con notable inter�s la mirada por los objetos diseminados sobre ella hasta detenerse en un voluminoso libro abierto por la mitad, el cual, aparentemente, hab�a estado ley�ndolo un momento antes. Coloc� entre las p�ginas visibles un pedazo de papel que encontr� a mano y finalmente lo cerr� con un golpe seco que lo hizo sobresaltar de susto a su desprevenido visitante. De inmediato abord� el asunto que motivara la reuni�n.
�Se�or Lequerica, estoy enteramente a su disposici�n �dijo mientras, con un significativo adem�n, invit� al aludido a entrar en materia. Este, luego de filosofar en silencio acerca de lo provechoso que resulta a la humanidad el advenimiento de la vejez, se ocupaba ahora en mirar y admirar los pergaminos, diplomas, certificados y menciones honor�ficos otorgados por las m�s altas entidades culturales a nombre del genial literato, que cubr�an gran parte de las paredes de la sala�. Y tratar� de cumplir con mucho placer la promesa formulada a usted �a�adi�.
Lequerica, con una leve y graciosa inclinaci�n de cabeza, agradeci� o aprob� aquellas confortadoras palabras, pero continu� callado. Y lleno de alegr�a empez� a sacar de la cartera que llevaba consigo, una apreciable cantidad de hojas de papel que las fue depositando sobre el escritorio, cerca de su anfitri�n.
�Empecemos �expres� �ste, mirando sin entender las cuartillas mecanografiadas que iban llenando su mesa de trabajo�. Vamos, mi buen amigo. En vez de entreg�rmelas, �no le parece que ser�a mucho mejor que fuese usted ley�ndolas? Pues, para decirle la verdad, yo no sabr�a qu� hacer con ellas.
��Desde luego, desde luego! �se dej� o�r Lequerica, mientras se apresuraba a recoger las hojas. Estas formaban folletos de variado espesor y cada uno de ellos conten�a un relato, a la vez.
�Le ruego que empiece a le�rmelos �le apremi� el doctor desde su mullido sill�n de respaldo graduable, donde se encontraba c�modamente recostado, manteniendo los brazos cruzados sobre el pecho�. Le prometo ser todo o�dos mientras dure la lectura. Le aseguro, amigo m�o, que una de mis virtudes es la de saber escuchar con la debida atenci�n.
Lequerica, exhalando complacencia, tom� un folleto situado a la izquierda de los dem�s (sus convicciones izquierdistas le imped�an decidirse por nada que se relacionara ni remotamente con la derecha), cuyo t�tulo, en letras may�sculas dec�a: HISTORIA DEL CABALLO AZUL.
Y dio comienzo la lectura:
��La luna se hallaba en el cenit, ba�ando en su l�mpida luz el impresionante paisaje, y como todas las noches de plenilunio a esa hora, desde la colina vecina llegaba el acompasado rumor de un fren�tico galope. Era el caballo azul que, enamorado de la serena noche, deseaba fundirse con su belleza, vali�ndose de una rauda carrera...�
��Es suficiente, es suficiente! �le interrumpi� categ�rico el ilustre oyente, anteponiendo una mano con la palma dirigida hacia el perplejo joven, temeroso de que la orden emitida por v�a oral pudiese ser vulnerada por falta de fuerza y la lectura se precipitarse sobre �l como una incontenible avalancha�. Con lo que ha le�do me basta para formarme un criterio sobre esta insulsa f�bula que no conduce a ninguna parte. �Por Cristo crucificado! Pero �a qui�n le interesa hoy d�a caprichos de equinos, sobre todo si son azules? Adem�s, seg�n la cantidad de folios que contiene el cuaderno, el relato es demasiado extenso para que el com�n de los jurados pueda leerlo parte de �l sin que el tedio les haga caer en el m�s profundo de los sue�os. Por tanto, ruego a usted tenga piedad con quienes, posiblemente, habr�n de proyectarle hacia la fama. De modo que empiece usted ahora mismo por leerme algo m�s corto, pero convincente, y que se ajuste perfectamente a las exigencias del lector actual.
Lequerica escuch� a su mentor visiblemente inquieto, pero se cuid� de contradecirle. Dej� sobre la mesa el folleto que hab�a empezado a leerlo y tom� otro.
�Este relato �coment� a manera de pre�mbulo� se intitula "El Hombre de Sarajevo". Cuenta las peripecias vividas por cierto musulm�n pacifista en extremo, que al sentirse amenazado por sus conciudadanos, se ve obligado a decidir entre tomar las armas o huir cobardemente de la ciudad que le viera nacer y crecer.
��Tampoco este relato tiene futuro! �se dejo o�r el docto personaje, poniendo los ojos en blanco�. Si en �l figura como protagonista un hombre que profesa una religi�n que su solo nombre despierta aversi�n a los cristianos, �qu� porvenir le espera en una sociedad de cat�licos? Y es importante tener en cuenta que los jurados que integrar�n el tribunal del pr�ximo certamen tambi�n lo ser�n forzosamente. En consecuencia, ninguno de ellos sentir� demasiado placer en favorecer con su voto las correr�as de un infiel, aunque �ste tuviese madera de verdadero santo. Yo mismo, en su lugar, no proceder�a de manera diferente.
El autor de "El Hombre de Sarajevo" se qued� at�nito ante declaraci�n semejante. "�Eran los jurados literarios fan�ticos a tal extremo como para no admitir m�rito alguno a un relato que albergase en sus p�ginas individuos de religi�n diferente a la suya?" Se interrogaba sin dar cr�dito a lo que acababa de escuchar. Pero a�n le quedaba cosas peores por o�r.
Empezaba a creer que s�lo se trataba de una broma, pero de pronto reconoci� que �l nada conoc�a del celo religioso ni de ninguna otra man�a que adolecieran aquellos genios de las letras. Y, adem�s, �qui�n era �l para poner en tela de duda los asertos de su sabio consejero, que no hac�a otra cosa que orientarle para que tuviese mayores posibilidades de triunfo en el concurso? Sin embargo, sinti� que se abr�a en su alma un pozo de amargura al ver cruelmente discriminado su relato, debido a la religi�n profesada por su personaje central. Y sin pensar dos veces, asumi� su defensa.
�Pero, doctor �exclam�, el personaje del relato, que se confiesa musulm�n, por su intachable conducta es mejor que el com�n de los cristianos. Bueno, ya lo ver� usted mientras escucha la lectura.
��Qu� ingenuo es usted, mi estimado colega! �le reproch� el doctor, impotente de poder reprimir una escandalosa risa que pronto degener� en tos.
El sabio tosi� y tosi� con atronador estruendo, como nunca antes lo escuchara Lequerica.
Mientras el doctor tos�a malamente, el joven meditaba sobre la posibilidad de una equivocaci�n respecto a la �ltima palabra pronunciada por su mentor. Pues si no lo hab�a entendido mal, �no acababa de ser llamado "colega?" Lo que significaba que le consideraba ya como de su profesi�n. Se neg� a dar cabida a la duda y sinti� que le embargaba una deliciosa complacencia, al punto de que se olvid� que tambi�n le hab�a calificado de "ingenuo".
�Ni aun as� tiene su relato la menor posibilidad de reivindicaci�n �continu� el literato, tan pronto como fuera superado el ataque de tos�. Pues �l, adem�s de narrar las fechor�as de un fulano de Sarajevo, que forzosamente reactivar�a en m�s de uno de los jurados su latente xenofobia, para complicar todav�a m�s su ya dif�cil posici�n, peca del mismo vicio del anterior: contiene demasiadas p�ginas. Por cierto, en lo que a extensi�n de una narraci�n se refiere, uno debe andar con tiento, puesto que en materia de concursos literarios, al contrario de lo que reza el refr�n, lo que abunda s� hace da�o. Por supuesto, el problema radica en que la mayor�a de los literatos que asumen la funci�n de conformar aquellos eminentes tribunales calificadores son verdaderos prisioneros de m�ltiples compromisos diferentes. En consecuencia, carecen de tiempo y tranquilidad suficientes como para darse el lujo de sumergirse en la lectura de todas y cada una de las narraciones postulantes, del principio al final. �Por Cristo crucificado! Debido a ello se contentan tan s�lo con leer uno o dos p�rrafos de ellas, y casi siempre sin la necesaria atenci�n. De ah� que, no pocas veces ni pocos de ellos, se vean precisados a dar su veredicto sin enterarse ni remotamente del contenido del texto, sino fund�ndose �nicamente por su t�tulo.
��C�mo! �exclam� Lequerica, escandalizado de las indiscretas confidencias de quien hab�a actuado tantas veces como jurado calificador de tantos cert�menes literarios�. �Si los miembros de estos tribunales suelen emitir un veredicto bas�ndose �nicamente en el t�tulo de la obra, resulta f�cil de comprender por qu� los mejores concursantes no cuentan con mayores posibilidades que los oponentes mediocres! �Resulta imposible de creer que estos benditos cert�menes fuesen algo as� como un juego de loter�a!... �Qu� farsa!
El doctor Urbina parec�a algo compungido por haber causado la decepci�n que experimentaba su visitante. Le miraba con un aire parecido a la preocupaci�n. Las puntas de sus bigotes, torcidas y levantadas hacia arriba, al estilo de Dal�, se mov�an r�tmicamente cada vez que el aire atravesaba por la nariz.
El afamado escritor era un hombre que se hallaba aislado de la juventud por kil�metros de distancia, pero conservaba a�n la mirada ardiente y en la expresi�n de su enjuto rostro se adivinaba la infinita alegr�a que sent�a por la vida. Era de pecho hundido, hombros ca�dos y extremidades largas. Vest�a en aquella ocasi�n traje color mostaza, camisa verde avi�n y corbata celeste.
�Vamos, vamos �trat� de tranquilizarle a su hu�sped que, de un momento ac�, permanec�a est�tico y con los ojos vidriosos como los de un muerto�. No veo raz�n para tanta inquietud de su parte. Pues d�game usted �d�nde est� lo malo? No le parece que m�s bien esta circunstancia favorece a todos. Primero: los jurados evitan as� el desagradable trabajo de leer tantas estupideces que al cabo de poco tiempo les dejar�a muertos de fatiga o de furia, sin que por ello llegasen a entender nada de lo que han le�do. Segundo: esta suerte de sorteo, lejos de perjudicar a nadie, m�s bien les favorece, porque ofrece a todos igualdad de oportunidades de triunfo gracias al azar, ya que por sus m�ritos literarios les ser�a imposible. Entonces, �d�nde est� lo malo?
Y antes de que su patrocinado pudiese ordenar las ideas para formular alguna pregunta u objeci�n, que era obvio que saliera a flote, le indic� tomar otro relato.
�Este relato es bastante corto, como usted lo puede ver, se�or doctor, �trat� de contentarle Lequerica, mientras tomaba un nuevo folleto, situado a su izquierda, y agreg� con perseverante de esperanza�: Se titula "EL MISTERIOSO SE�OR DANDO".
�L�alo, l�alo, �por favor! �le anim� el doctor.
���frica, �frica! �empez�. Este inmenso, misterioso y negro continente, cuna de m�ltiples civilizaciones pret�ritas, lugar de mil conflictos actuales, pero madre de una sola raza, la raza de �bano.
�El se�or Dando era oriundo de una remota aldea escondida en la selva ugand�s, la misma que vio nacer a otro gran hombre: Idi Am�n Dada...�
El doctor Urbina, que se hab�a recostado pl�cidamente en el espaldar del sill�n y permanec�a cruzado de brazos, con la intenci�n de escuchar con absoluta concentraci�n los pasajes del relato, se incorpor� de pronto y le oblig� al lector a cortar la lectura, aduciendo que a nadie en su sano juicio le agradar�a conocer los milagros de un negro posiblemente pariente del can�bal de Am�n. Y pidi� que leyese otro cuento mucho m�s digerible. Pero, tanto para el siguiente como para los subsiguientes, esgrimi� siempre reparos por uno u otro motivo.
Sin embargo, aquel comportamiento, v�lido o no, lleg� a su t�rmino cuando el fiel aspirante a continuar la obra emprendida por Homero, Plat�n, Cervantes, Vargas Vila, etc., tomando al azar un nuevo folleto (ahora sin importarle que fuese del lado derecho), cuyo t�tulo dec�a: "VIAJE FANT�STICO", se prepar� a iniciar por en�sima vez la lectura.
CAPITULO DOS
��Viaje Fant�stico �empez� Lequerica.
��Fant�stico, fant�stico! �musit� el hombre de letras, volviendo a recostarse en el muelle butac�n y cerrando dulcemente los ojos. Por lo visto, su actitud promet�a que esta vez se hallaba dispuesto a escuchar la lectura hasta el final. Su patrocinado, que no esperaba otra cosa, ahora muy animado, dio comienzo a la lectura de su nuevo relato:
��La experiencia que acabo de pasar ha logrado al fin dilucidar muchas inc�gnitas que me han acompa�ado toda la vida �exclam� Paco, respirando contento, mientras caminaba por una calle de la ciudad, en compa��a de su incondicional amigo Feliciano.
��No ir�s a dejarme ahora con la curiosidad, �verdad? �se apresur� a responder Feliciano, deseando conocer cuanto antes lo que le hab�a sucedido a Paco� Es mejor que me lo cuentes todo, empezando por el principio, claro.
��Est� bien, est� bien �repuso Paco, deteni�ndose junto a un portal, presto a complacer a su amigo, y empez�: Ver�s, desde muy ni�o hab�a so�ado yo que, a bordo de una c�psula similar a una nave espacial, volaba placentero por el cosmos, visitando mundo tras mundo y, de vez en cuando, deteni�ndome en alguna radiante estrella. La sensaci�n de sentirme liberado de la gravedad, me hac�a completamente feliz.
�Paco iba a continuar cuando Feliciano, de muy mal talante, exclam�:
���Caray! �No pretender�s contarme algo que so�aste anoche?
� �No, no, que va. Lo que voy a relatar es completamente ver�dico �se dej� o�r el amigo de Feliciano, adoptando gesto adusto, y sigui� adelante�. Ayer en la tarde, luego de aburrirme de lo lindo durante muchas horas por falta de actividad, resolv� salir de casa y emprender un corto recorrido por la ciudad, sin elegir de antemano la direcci�n que hab�a de tomar. Abord� el primer autob�s que se puso a mi alcance y me dej� llevar por �l hasta el fin de su recorrido, que fue en las goteras de la ciudad.
�El lugar donde me detuve, aunque alejado del per�metro urbano, no carec�a en absoluto de concurrencia ni animaci�n. Nutridos grupos de personas, en su mayor�a compuestos de j�venes parejas, iban o ven�an, charlando alegremente, por la v�a que bordeaba una llanura cubierta de suave c�sped y vigilada por colosales �rboles de eucalipto, plantados en sus orillas.
�La luz que el sol suele derramar herido por el atardecer, ca�a profusamente sobre ella, ba��ndola en resplandores �ureo-rojizos. Una deliciosa paz llegaba del infinito, descolg�ndose por los moribundos rayos de luz, ajena a la melanc�lica penumbra que se aproximaba cabalgando en alas del crep�sculo. El velo nocturnal empezaba a envolver los valles.
�No s� cu�nto tiempo permanec�, embrujado por su belleza, contemplando aquel paisaje. De pronto decid� ser parte suyo y termin� por adentrarme en �l.
�Caminaba por su mullida alfombra, deleit�ndome con la brisa que transportaba en sus alas el aroma de las diminutas flores que tachonaban la hierba. Avanzaba lentamente pero sin interrupci�n, gozando del placer de caminar con cada paso que daba, cuando de repente, capturando mi atenci�n, lleg� a mis o�dos un apagado zumbido que fue haci�ndose cada vez m�s intenso. Llevado por la curiosidad, que en m� lo est� presente siempre, aceler� la marcha hacia el lugar donde parec�a tener su origen.
�Caminando siempre orientado por aquel zumbido, pronto pude divisar, entre los �rboles, infinidad de intermitentes luces sobre una enorme c�pula...
���Caray! �interrumpi� asombrado Feliciano, rasc�ndose con un dedo la oreja� �De modo qu� llegaste el preciso momento en que tal artilugio se pon�a en movimiento para alejarse?
��Nada de eso. Pues aquel ingenio s�lo se movi� cuando yo me hallaba dentro de �l �repuso lac�nicamente Paco.
���Qu� caray! �Y te contentas con una explicaci�n p�lida, fr�a y sucinta, de algo que deber�as contarlo con profusi�n de detalles?
��Vamos �arguy� Paco�. Claro que te lo contar� detalladamente, por cierto si no me lo quitas la palabra a cada instante. Si deseas escuchar esta an�cdota, no vuelvas a interrumpirme.
��Est� bien, prosigue.
��Me acerqu� presuroso a aquel lugar �continu� Paco, deseoso de complacer a su amigo� y pude ver entre otras cosas m�s o menos interesantes, un gran disco en posici�n horizontal, cuya base se hallaba a un metro del suelo, manteniendo el equilibrio sobre una especie de pedestal que lo sosten�a situado en su centro.
�Sobre su estructura, de un impresionante brillo met�lico, oscilaban suave y acompasadamente varias esferas de aspecto curioso. Todas ellas, aparte de estar construidas en un material transparente, que les daba la apariencia de �nforas de cristal, llevaban en su parte superior grabados nombres extra�os y largas cifras, que deb�an ser su n�mero y serie, supongo.
�Tomando el ejemplo de las personas que, desbordando alegr�a en sus rostros y en sus palabras, ingresaban presurosos en aquellos esf�ricos y transparentes artefactos, sin pensar dos veces ingres� tambi�n yo en uno de ellos, antes de que alguien lo tomase para s�. Como bien puedes comprenderlo, no pod�a yo asumir el papel de simple espectador cuando la fortuna me ofrec�a el de protagonista.
���Caramba! Hasta que se realiz� tu sue�o. �Paco, Paco de mis tormentos! �De modo que al fin pudiste viajar por el espacio exterior? �Afortunado mortal! �Y qu� me dices de las marcianas o venusianas que sin duda las conociste durante tu periplo estelar? Cu�ntame, cu�ntame �rogaba Feliciano, embargado por la curiosidad, mientras le encerraba a su camarada en un apretado y estrecho abrazo.
�Varios transe�ntes que en ese instante pasaban cerca de los dos amigos que, al amparo del portal, dialogaban fundidos en apretada uni�n, les dedicaron torcidas miradas, sospechando vaya usted a saber qu� obscenas barbaridades. Paco, en cuanto consigui� quitarse de encima tan afectuosas demostraciones, continu�, intentando por su parte mantenerse lo m�s lejos posible de su interlocutor.
��Apenas tuve el tiempo necesario para acomodarme �dijo�, cuando la escotilla de la nave se cerr� autom�ticamente y �sta empez� a desplazarse suavemente, girando sobre su propio eje. Casi de inmediato adopt� velocidad de crucero, desliz�ndose por su ruta invisible cual centella.
�A su interior no llegaba la menor se�al auditiva del exterior que hubiese podido distraer mi concentraci�n mental, que ahora captaba �nicamente la melod�a del silencio absoluto. A trav�s de sus trasl�cidas paredes, el infinito se dibujaba ante mis ojos en todo su palpitante esplendor. �Estrellas juguetonas, exhibiendo entre centellantes parpadeos los colores arrebatados al arco iris, tachonaban esplendorosas el jard�n sideral! �Planetas err�ticos, cuerpos pat�ticos y a la vez euf�ricos, se precipitaban raudos por su t�nel orbital! �La V�a L�ctea, esa inmensa espiral que se desintegra en diminuta arena mientras gira eternamente, flotaba perezosa en un oc�ano de terciopelo y de negrura, y en vertiginosa carrera, globos luminosos hu�an o se acercaban, navegando por el �ter!
�Toda esta eclosi�n de belleza tuvo la virtud de rescatar a mi esp�ritu del estado de abatimiento en el cual se halla perennemente sumergido, infundi�ndolo agradables sensaciones. Una profunda euforia descendi� a mi coraz�n y sent� un mar de abnegaci�n por cuanto alberga el Universo. Este excelso sentimiento que me embargaba aquel momento, era id�ntico a los que, cuando ni�o, regalaban mis sue�os. �Oh! Cu�nta felicidad se puede despertar en uno con s�lo regalarnos un �pice de distracci�n.
��Lo ves la asombrosa similitud existente entre la fantas�a que nos ofrece un sue�o y la experiencia vivida en la realidad?
�Paco suspendi� el discurso, que manten�a a su amigo henchido de expectativa, convencido que se hallaba a punto de esclarecer el misterio sobre la posible existencia de vida inteligente en los dem�s planetas del sistema solar. Las consideraciones sentimentales que hab�an desbordado de labios del feliz viajero parec�an haber llegado a su t�rmino y entonces pasar�a �l de inmediato a rememorar novedosas aventuras. Con certeza que Paco llevaba la memoria atiborrada de imborrables recuerdos de experiencias vividas junto o, al menos, cerca de seres extraterrestres.
�Pero no, Paco no continu� con el relato. Y m�s bien sus labios dieron paso a un torrente de recios y luengos suspiros que avalaban lo agradable de los momentos vividos poco antes, pero que en adelante estar�an presentes �nicamente en forma de bellas reminiscencias.
���Magn�fico! �exclam� Feliciano, impaciente por la tardanza que Paco se tomaba para relatar lo m�s importante de su maravilloso viaje� Pero me parece que ya es tiempo, amigo m�o, de que empieces por contarme algo respecto a esos mundos llenos de misterio que la diosa Fortuna te permiti� visitarlos a bordo de aquella nave espacial que tan oportunamente se puso a tu disposici�n. Pues no ir�s a decirme que te has decidido a trasladarte a alguno de esos planetas �brome�. Luego continu� con apremio�: No sabes c�mo anhelo conocer de buena fuente todo lo concerniente con la vida extraterrestre, especialmente la de sus habitantes. Dime: �Qu� tan buenas son las damas alien�genas? Vamos. Me imagino que de seguro la belleza de alguna de alguna de ellas habr� hecho mella en tu apasionado coraz�n. �Te conozco mosco!
�De pronto, Paco mir� a su amigo como a alguien que acabase de perder la raz�n, y lleno de extra�eza respondi�:
��Pero, �qu� disparates dices, hombre? �A qu� extraterrestres te refieres? �Te lo he mentado acaso algo parecido?
�Ahora era Feliciano quien escuchaba sin comprender a su interlocutor.
��Pues de los que t�, forzosamente, habr�as visto, palpado y hasta degustado cuando la casualidad te concedi� el privilegio de visitar otros mundos, claro. �Qu� caray! A qu� otra cosa voy a referirme �replic� Feliciano, sumamente extra�ado.
���Bromeas? �inquiri� Paco, sin entender nada� �C�mo se te ha ocurrido idea semejante? Pues simplemente yo me he limitado a relatarte mi inesperado encuentro con un parque de distracciones donde, en buena hora, hall� y me divert� con un sofisticado carrusel, el cual simulaba perfectamente una plataforma espacial con sus naves prestas a despegar.
���Basta! �grit� Feliciano fuera de s� excitado por la furia que le embargaba� �Y �nicamente para referirte a la infantil sensaci�n de bienestar que experimentaras t� al utilizar aquel juguete destinado a p�rvulos, robas tan miserablemente mi precioso tiempo? �Mentecato!
�Paco, como era natural, quiso defenderse, manifestando que, si su narraci�n hab�a despertado la fantas�a de su amigo, la culpa no era suya. Pero Feliciano, echando chispas por los ojos, se alej� tan dolido como si acabase de recibir un rodillazo en los ��
- CAPITULO TRES
Lequerica, durante la lectura no hab�a osado levantar la vista hacia su oyente, temeroso de ofrecerle con ello la oportunidad de un nuevo pretexto para que le interrumpiese. Mas una vez que hubo concluido de leer, �vido por conocer la opini�n de �ste, le dirigi� una interrogante mirada m�s elocuente que cualquier pregunta oral. Pero el ilustre doctor continuaba en la misma posici�n que adoptara minutos antes con el fin de o�r c�modamente las incidencias del relato. Tan s�lo la posici�n de sus brazos hab�a cambiado en algo, pues ahora los ten�a cruzados sobre la barriga y no sobre el pecho como antes. Por lo dem�s, todo continuaba igual. Esto es: recostado pl�cidamente en el respaldo del sill�n, su enjuta y venerable cabeza inclinada levemente sobre el hombro izquierdo, los p�rpados entornados y su respiraci�n, cuasi musical, dejaba notar un ritmo regular.
Y aunque el tiempo que corr�a marcaba minuto tras minuto, sus ojos y labios doctorales permanec�an sellados. �Es qu� el contenido de lo que acababa de escuchar le hab�a sumido en profundas cavilaciones?
Por supuesto, era eso lo que debi� sucederle.
Esta quietud tan serena y elegante, reservada solamente a las personas distinguidas, de educaci�n y cultura refinadas, fue aplaudida en silencio por el hombre que esperaba escuchar el comentario sobre su obra literaria, ya que entend�a que tal cosa avalaba la atenci�n que su asesor le hab�a dispensado en esta ocasi�n. Y tomando su interminable mutismo como una disposici�n favorable a continuar escuch�ndole, se apresur� a tomar otro relato para leerlo. M�s adelante ya le pedir�a su opini�n sobre cada uno de ellos.
![]()
CAPITULO CUATRO
No esper� m�s y empez� la lectura de otro de sus relatos con voz timbrada. Se intitulaba �ste: INTI, INTI...
��Ten�a el ojo derecho terriblemente inflamado a punto de estallar �empez� y abundante sangre, procedente de una enorme herida bucal, que manaba en abundancia, te��a de p�rpura el pecho y los brazos. Adem�s, cojeaba de un pie. �La �ltima paliza recibida fue b�rbara! Mas al comparar con tantas otras tundas con que le hab�an agasajado a lo largo de su vida, concluy� en que �sta no era la peor.
�Mientras corr�a, a brincos como un mirlo, gem�a acongojado, ya que lacerantes dolores cubr�an como un manto de p�as la totalidad de su anatom�a. No obstante, deb�a ganar terreno a toda costa, procurando alcanzar la mayor distancia posible entre �l y el imp�vido agresor que le persegu�a garrote en mano.
�El insufrible dolor que en los primeros minutos no le hab�a permitido casi moverse, poco a poco fue desapareciendo y, en su lugar, un pesado entumecimiento iba apoder�ndose de su ser, que pronto no percib�a sino una ligera sensaci�n de malestar similar al mareo. Sin embargo, otra dolencia aun m�s angustiosa que la f�sica vino a ocupar el sitio de la anterior. Era �sta el fruto amargo proveniente de la ingratitud de quienes le deb�an agradecimiento, acrecentada diariamente por el veneno del desprecio.
�Bien mirado, de qu� le hab�a valido el servir con entrega y fidelidad, desde su infancia, a un malvado que jam�s le hab�a concedido el m�s p�lido reflejo de gratitud por su sacrificio. Ahora mismo, haci�ndole blanco de su furia, le desped�a a palos y lanzaba, en detrimento de su honra, vergonzosos insultos proferidos entre espeluznantes alaridos de furia, verdaderos relinchos equinos.
���Maldito! �gritaba rabioso el hombre que le persegu�a� Por tu culpa mi casa ha sido saqueada. Y no dejar� de acosarte hasta no ponerte las manos encima y desollarte vivo.
�La fatiga, fomentada por la desesperaci�n, empezaba a doblegarlo. No obstante, de ning�n modo pod�a detenerse un solo instante para tomar aliento. Su agresor no declinaba la persecuci�n y m�s bien comenzaba a ganar terreno. El fugitivo, consciente de que tal situaci�n habr�a de redundarle en funestas consecuencias, impelido por su instinto de conservaci�n, extrajo de sus enervadas fuerzas toda la energ�a que yac�a pulverizada en ellas y, abandonando su cansino paso, consigui� dotar a sus piernas la velocidad suficiente para ganar distancia y poder librarse del tirano.
�Jadeante y con la lengua afuera, se lanz� hacia un inh�spito chaparral que, afortunadamente, se present� en su camino casual, y agazapado debajo de unos espinosos matorrales, se dispuso a descansar. Pero �c�mo conseguir tal cosa cuando el dolor le anonadaba? No le resultaba f�cil olvidar los agravios recibidos de quienes fueron beneficiarios de toda una vida de sacrificados desvelos.
�Ciertamente que mientras estuvo al servicio (que en realidad fue toda su vida) de quien ahora le hostigaba y de su familia, jam�s conoci� descanso llegada la noche ni el fin de semana. Tampoco disfrut� de asueto en fiestas c�vicas ni religiosas.
�El energ�meno, habiendo perdido el rastro de su v�ctima, dio media vuelta y, lleno de frustraci�n, enrumb� sus pasos en direcci�n de su casa, sin dejar de barbotar injurias., demostraba que era el recept�culo de un arraigado y enconado rencor dif�cil de apaciguar.
�Y mientras el fugitivo se lam�a las heridas, no pudo evitar de rememorar las incidencias m�s relevantes de su existencia y, tom�ndolas como fruto de una rara cosecha, se propuso efectuar con ellas un balance con la finalidad de esclarecer si en realidad le hab�a valido la pena haber vivido. Entonces record� minuciosamente todas las acciones heroicas que protagonizara y las cotej� con sus correspondientes retribuciones.
�El resultado fue pat�tico.
�Por la ardua labor de velar y preservar la seguridad de la casa de su amo, las veinticuatro horas del d�a, sin importarle el ni fr�o ni el calor, ni el viento ni la lluvia, recib�a como �nica remuneraci�n las sobras de la mesa y un pestilente y destartalado lecho confeccionado de sucios trapos. Pero hab�a algo m�s que absorb�a como complemento: las palizas con que le agasajaban generosamente los miembros de la casa, a quienes se les pod�an llamar personas por pura cortes�a. Mas, no obstante lo doloroso que le parec�an los azotes, los encontraba menos crueles que los ataques verbales.
���Inti! �vociferaba el amo� �Cr�pula, holgaz�n! �D�nde has pernoctado la noche? Pues no te he o�do a ning�n momento.
���Malandr�n! �se quejaba la mujer del patr�n, culp�ndole de desafueros que �l jam�s los hab�a cometido� Conque has vuelto a las andabas, �no? �Qu� has hecho de la carne destinada al almuerzo de tus amos? Pues ahora tendremos que contentarnos con roer los huesos.
���Inti! Esto te ense�ar� a dejar de seguirme �espetaba el hijo mayor del patr�n al tiempo que le azotaba.
���Inti! �chillaba el hijo menor� �Malvado! �Por qu� no me sigues?
�Y todo el mundo: �Inti!, esto. �Inti!, eso otro.
�Jam�s hab�a usufructuado de una muestra de cari�o o gratitud de sus se�ores, como lo hab�a o�do a menudo sobre lo bien recompensados que eran otros sujetos en su condici�n cuando se manten�an fieles al cumplimiento de su deber impuesto pos sus patronos. �Cuentos, s�lo cuentos!
"Para mayor penitencia suya, la ma�ana de aquel d�a, sus amos se despertaron con la novedad de que, durante la noche anterior, la casa hab�a sido visitada por los ladrones. Y todos, sin pensar dos veces, coincidieron en hacerle responsable de alta traici�n, ya que, seg�n ellos, hubo de estar �l en connivencia con los cacos, para no haberlos denunciado cuando comet�an la fechor�a. Pero nadie pens� en atenuar su falta atribuy�ndola nada m�s que a una simple negligencia en el celo del deber. Ante semejante conclusi�n de sus amos, qu� pod�a hacer �l para evitar la tormenta que amenazaba con dejarse caer sobre sus espaldas.
�Y la verdad sea dicha, fue �nicamente un mero e infortunado descuido lo que ocurri�.
�Inti, pese a sus desventuras que en cualquier otro hubiese podido conducir a la postraci�n an�mica, conservaba a flor de piel esa exaltaci�n sentimental que, quien lo experimenta y lo manifiesta, es calificado de rom�ntico. Y por supuesto lo era tambi�n poeta. Aunque en su vida hubiera escrito un solo verso. Sin embargo, pose�a una rara facultad para encontrar belleza incluso en la suprema fealdad, m�sica en la estridencia del sonido o en el silencio absoluto y amor en el enconado rencor.
�Sol�a escuchar con indecible delectaci�n el estrepitoso grito del trasnochador grillo, la empalagosa letan�a de la chicharra o el l�gubre canto del b�ho, rescatando de sus voces la c�lica melod�a que subyace atrapada en el fondo cacof�nico del ruido, como el oro que se esconde en el fangal del r�o.
�Aun en la fealdad de un sapo enfurecido, resoplando como un fuelle, o en la de la belicosa ara�a, dando cuenta de su v�ctima, descubr�a una inconmensurable belleza traslucida en la armon�a de sus movimientos. Del mismo modo, la hoja desprendida del �rbol, de la vida y del movimiento y de vuelta al inerte polvo, le parec�a tan digna de admiraci�n como la flor en plenitud de su esplendor.
�Aun en las torvas miradas y en los golpes recibidos hallaba manifestaciones de amor. Pues �qui�n dedica sus esfuerzos a los dem�s, indudablemente da parte de s�! Filosofaba con ingenuidad y bondad. E aun en el infortunio procuraba encontrar al menos una parca felicidad.
��Qu� decir del magnetismo que ejerc�a en �l las cosas propiamente bellas! La contemplaci�n de un dorado atardecer, matizando el paisaje serrano, de una flor, vibrando de intensa y aromada vida, de una argentada nube, navegando el mar azul del cielo, o de la reina de la noche, recorriendo majestuosa el firmamento, le envolv�a en gloriosas sensaciones.
�Y fue precisamente esto lo que sucedi� la noche anterior. Inti se hallaba ya acostado, muy lejos de caer en la tentaci�n de descabezar un ligero sue�o y dispuesto �nicamente a dejar sentir su presencia al menor indicio de peligro que amenazase la seguridad de la casa de sus amos, cuando, persiguiendo a la lobreguez que parec�a encadenar a la noche, de pronto, una difusa luminiscencia se despleg� pintando de alegre y plateado tono el paisaje como sus ojos hubiesen visto jam�s.
�Un resto de sombra a�n se negaba a emprender la retirada, pues el resplandor que derramaba Selene no alcanzaba a�n la parte occidental de la colina, donde moraba Inti. �ste calcul� que tardar�a m�s o menos una hora para que la iluminaci�n alcanzara ese lugar. Se impacient� s�lo de pensar en tan larga espera y, sin oponer resistencia, se dej� arrastrar por la tentaci�n de ascender hasta la cima de la colina para mirar desde ah� el misterioso sat�lite.
�Tras el corto viaje, consigui� situarse en un lugar que le ofrec�a un amplio horizonte. �Y el escenario que se present� a sus ojos fue realmente espectacular!
�La Luna, casi en su plenitud, se levantaba con perezosa gracia sobre la cadena monta�osa oriental. Ten�a la apariencia de un ser vivo y hasta se dir�a que respiraba. Y como tantas otras veces, parec�a mirarle sonriente, pues su rostro festivo, surcado de tenues arrugas obscuras, se ensanchaba a momentos.
�A su sola vista comenz� a experimentar candorosas emociones. Sinti� que la inspiraci�n se adue�aba de �l. Quiso dedicarla una apasionada canci�n del estilo de �sas que el hijo mayor del amo sol�a cantarlas a su amada. Floridos versos pugnaban por transformarse en mel�dico lenguaje. Mas al intentar llenar el �mbito de dulces notas que embargar�a de ternura al auditorio, solamente un bronco y estremecedor aullido, que por un instante quebr� el nocturnal embrujo, brot� de sus labios.
�Decididamente, �l no hab�a nacido con dotes de cantor.
�La decepci�n le dur� apenas unos segundos. Pronto se dej� llevar hacia un estado de absoluto �xtasis. No supo cu�nto tiempo permaneci� sometido a la dulce influencia de la soberana del firmamento. Pero, con seguridad, debi� ser el mismo que las nubes tardaron para ocultarla. Pues cuando esto ocurri�, volvi� bruscamente a la realidad.
�Consciente de que este fen�meno atmosf�rico permanecer�a estable por varias horas o tal vez lo que restaba de la noche, algo frustrado y dedicando torcidas miradas al oscuro cielo, decidi� regresar. Adem�s, empezaba a sentir all� demasiado fresco, lo cual no era algo que precisamente le agradara. En tal caso, su destartalada cama era un sitio m�s hospitalario.
�A su regreso, not� que durante su ausencia alguien ajeno de la casa hab�a andado por ah�, pues a�n flotaba en el ambiente aromas humanos desconocidos. Pero no dio mayor importancia a su descubrimiento y procur� dormir. Y durmi� so�ando con Selene. A la ma�ana siguiente, todav�a muy temprano, le despert� una tunda de palos.
�Indudablemente, su vida hab�a sido un rotundo fracaso. M�s le hubiese valido no haber nacido para atravesar una existencia erizada de atroces incidencias. Y una negra idea comenz� a configurarse en su mente, como la nube que surge poco a poco va del r�o para cubrir totalmente el cielo.
�Y ella se prendi� como una fat�dica obsesi�n.
�Y la vio como la �nica soluci�n de sus males habidos y por haber.
�Finalmente hab�a comprendido con meridiana claridad el porqu� de aquella decisi�n que no pocos de sus semejantes la tomaban cuando la gravedad del sufrimiento se volv�a insoportable. Por lo dem�s, el remedio no ten�a visos de una promesa dolorosa ni desagradable m�s que para quienes lo miraran luego de que �ste fuese suministrado. La gente, al presenciarlo, lo calificar�a de un est�pido accidente, mas nunca de un acto premeditado. Pues siempre suced�a as�.
�En el ambiente, como suele ocurrir durante los minutos que preceden a los terremotos, flotaba un h�lito de muerte.
�Inti se incorpor� trabajosamente y, haciendo caso omiso del dolor f�sico, emprendi� veloz carrera a campo traviesa. A poca distancia divis� una carretera concurrida de rugientes y raudos automotores, y hacia all� se dirigi�. Una vez situado en su orilla, aguard� un instante en busca de la ocasi�n oportuna. Y �sta no se hizo esperar. Lleg� implacable, con la puntualidad de los sucesos fatales.
�Y tras retroceder algunos pasos para tomar impulso, Inti se precipit� hacia el centro de uno de los carriles de la v�a.
�El pesado veh�culo que circulaba a gran velocidad, emiti� un espeluznante chirrido de frenos, maniobrado desesperadamente por su conductor en un vano intento por evitar la tragedia. Pero las ruedas, sin obedecer completamente la operaci�n, arrollaron inclementes el cuerpo del infortunado.
�As�, �convertido en una masa informe y sanguinolenta sobre el oscuro asfalto, concluy� la existencia de Inti, un fiel perro que busc� la paz en el suicidio!�
Tampoco la lectura de este cuento suscit� comentario alguno en quien estuvo llamado a formularlo. Pues �l continuaba manteniendo un extra�o silencio. Tambi�n conservaba, en todos sus detalles, la postura arriba descrita. Y Lequerica comenz� a sentir una vaga inquietud que empez� por oprimirle el coraz�n.
Pero la naciente intranquilidad se desvaneci� cuando el doctor, en ese mismo instante exhal� un profundo, entrecortado y dilatado suspiro capaz de sumir en la m�s pat�tica melancol�a al mayor desalmado de los humanos. No obstante, Lequerica no se dej� avasallar por aquella tristeza contagiosa y, en su lugar, experiment� cierta sensaci�n de alegr�a, convencido de que el relato hab�a tenido la virtud de conmover el alma del famoso literato, de quien se dec�a que sol�a permanecer inmutable incluso frente a los mayores acontecimientos. Y le pareci� que en esa circunstancia ser�a una falta de delicadeza pretender arrancarle de aquel silencio sagrado. Sabe Dios qu� fibras de su sensibilidad hab�a tocado la dolorosa historia que acababa de o�r.
Se sinti� de pronto llamado por un sentimiento de compasi�n y pens� que lo menos que pod�a hacer, para mitigar el dolor que la fuerza de su arte literario causara en el anciano doctor, era confortarle con la lectura de un cuento en el cual la tristeza no matizara sus escenas con mustias pinceladas. Y con esta loable intenci�n, aunque en ning�n momento se olvidara del prop�sito que le llevase all�, escogi� un relato que le pareci� apropiado para esa circunstancia y se puso a leerlo.
![]()
CAPITULO CINCO
EL RESUCITADO
���Las siete horas y treinta minutos de la noche �se quej� don Juan de Mata Mena, visiblemente preocupado� y no existe todav�a noticia alguna de nuestro amigo ausente! Todos los esfuerzos puestos, tanto ayer como hoy, para dar con su paradero han sido vanos. Pero �c�mo pudo �l haber desaparecido as� no mas en la corta distancia que cubre entre aqu� y Latacunga?
�Los rostros de los presentes, iluminados escasamente por la mortecina irradiaci�n que produc�a la l�mpara de queros�n, suspendida de una las ennegrecidas vigas de la casa, apuntaron en direcci�n de don Juan de Mata Mena, acentuando aun m�s el gesto compungido que desde d�as atr�s ven�an manteniendo. Era evidente que la inquietud les dominaba a todos.
���Caray! Tal vez el muy p�caro se mand� a cambiar en compa��a de alguna vaga �termin� por proferir malignamente Felisa, abriendo excesivamente los ojos e imprimiendo en su redondo y feo rostro un gesto realmente aterrador, sin poder disimular ya el oleaje de celos que ascend�a constantemente del pecho a la cabeza y a su paso le secaba la garganta y le nublaba la vista�. La plata que fue a retirar del banco debi� ser m�s que suficiente para permitirse el lujo de poner en pr�ctica una de sus picard�as favoritas. �Le conozco de qu� pie cojea!
Malintencionada e incisiva era Felisa lo que se dice la p�cora negra de la poblaci�n.
��No, no. Que va �terci� Rosendo, m�s por contradecir a la furcia que por otra cosa. Este era un joven de rostro de dogo y voz rotunda, que ocupaba el asiento vecino al de la celosa mujer�. La cantidad de dinero era tan exigua que no le habr�a permitido a �Mister� viajar aun solo ni siquiera hasta Ambato. Adem�s, deb�a d�rmelo como parte de pago de un reloj que le promet� vend�rselo.
��Pues nunca he sabido yo que se precise de una fortuna para conseguir los favores de una de �sas �insisti� Felisa, mirando con suspicacia a ciertas chicas de buena pinta, que se hallaban sentadas enfrente de ella�. Por poco dinero que tuviese ser�a suficiente para convencer a alguna de aquellas lagartijas que se venden por nada. Y durante esta semana de ausencia lo habr� pasado de lo lindo. �Es qu� hace falta la fortuna de un �lvaro Noboa para acceder a los favores de una de �sas?
��O para llamar la atenci�n de un avezado ladr�n �volvi� Rosendo a intervenir con el mismo prop�sito de mortificar a Felisa. Sin embargo, estaba �l lejos de suponer que su ocurrencia habr�a de conmocionar de inmediato a toda la comunidad.
�Las personas que se hallaban reunidas en la modesta casa, situada en una de las polvorientas calles de la peque�a y aislada pero hist�rica aldea serrana llamada Once de Noviembre (hasta hace poco Ilinchis�), donde acaeci� este drama, se estremecieron de terror en cuanto escucharon las fat�dicas palabras de Rosendo. Pronto menudearon los ayes y suspiros de dolor. Muchos de los concurrentes dirigieron la mirada al cabo Pacheco, ansiosos de conocer su autorizada opini�n, ya que en el pasado este caballero hab�a sido agente de polic�a durante varios a�os.
��Todo puede ser posible y todo puede ocurrir en el tenebroso mundo del hampa �profiri� con suficiencia el ex agente de polic�a, en respuesta a las inquisidoras miradas de sus paisanos�. Por la amplia experiencia que poseo en la lucha contra el crimen y, por supuesto, como experto conocedor del modus operandi de los delincuentes locales, vislumbro la sospecha de que algo terrible ha sucedido con nuestro com�n amigo �mir� en silencio por unos instantes a la concurrencia, concediendo el tiempo necesario para que asimilara el peso de sus expresiones. Luego continu�: No puedo descartar la posibilidad de que, el momento en que Galo sal�a del banco, fuera seguido por uno o varios ladrones, convencidos de que su potencial v�ctima llevase consigo una cantidad importante de dinero. Seguros de lograr un gran bot�n, le persiguieron disimulada y pacientemente por diversos sitios de la ciudad hasta encontrar el lugar y el instante propicios para perpetrar el atraco.
�Nadie osaba siquiera respirar temerosos de perder una s�laba de la fr�a hip�tesis que el cabo Pacheco iba exponiendo con la seguridad de quien conoce lo que dice. Sin embargo, alguien le birl� la palabra.
���Y al oponerse valerosa y tenazmente el pobre Galo, fue golpeado o acuchillado brutalmente hasta que la vida se le escapara por las heridas! �expuso Felisa con mayor seguridad que el cabo Pacheco al aventurarse sobre la presunci�n de asesinato, pasando en corto tiempo del veneno de los celos a las l�grimas de compasi�n�. Luego, aprovechando la soledad del paraje o las sombras de la noche, arrastraron su cad�ver hasta el turbulento Cutuchi, para ocultar en sus g�lidas aguas el cuerpo del delito. �Ay! �Ay! �Ayayay!
�Y sin otro argumento m�s, dieron todos por cierto el asesinato del ausente.
�Tarsila, la angustiada madre del desaparecido Galo Cordero, lanz� un espeluznante alarido comparable al graznido de la lechuza y mucho m�s l�gubre que el gemido del viento al atravesar entre las le�osas ramas de los capul�es y las espadas del cabuyal. Las mujeres, abandonando a un tiempo los r�sticos asientos, rodearon sol�citas a la infeliz mujer para expresarle su sentimiento de adhesi�n con c�lidos abrazos, reiteradas palmadas en la espalda y, desde luego, con una letan�a de frases de t�trica audici�n.
�Por cierto, este gesto, aunque funesto, era sin duda de lo m�s sincero, porque lo eran sinceros y solidarios los habitantes de ese arenoso caser�o, situado a tan s�lo una docena de kil�metros de la id�lica ciudad de Latacunga, pero muy lejos de ser una acuarela andina.
�Tras prodigarla consuelo y prometerla que el siguiente d�a se dedicar�an todos, como una sola persona, a la b�squeda del cad�ver de su hijo, se despidi� parte de la vecindad, mientras la otra, compuesta por parientes y amigos �ntimos de Tarsila, atentos al deber que exig�an las circunstancias, partieron de inmediato en busca de los menesteres que demanda un velatorio en regla. Mas, cuando la capilla ardiente qued� a punto, el muerto brillaba por su ausencia. Sin embargo, aunque parezca dif�cil de creer, no resulta tan sencillo efectuar un velorio sin contar con el cad�ver de alguien, pues se entiende que es �ste y nadie m�s que �ste es el objeto de tal homenaje. Pero este detalle t�cnico, que a otros les habr�a puesto a devanar los sesos, no constituy� �bice para ellos, que consideraron que en semejante caso un retrato del finado, elaborado cuando viv�a, por supuesto, suplir�a perfectamente a su ausente modelo.
�Entre quienes apoyaron tan sui g�neris exequias estaban las chiquillas y, de ellas, era Felisa la m�s obstinada. Esta fogosa moza, ni ninguna otra, fue jam�s prometida de Galo Cordero, seg�n aseguran unos, aunque sostienen otros que tanto ella como las dem�s se entend�an en secreto a las mil maravillas con �ste, puesto que en la comarca nunca existi� otro don Juan con mayor �xito que el hijo de Tarsila. Aseguran que sus caracter�sticas n�rdicas (motivo por el cual le apodaran: �Mister�) era la llave que abr�a sin obst�culo las puertas del coraz�n de las rom�nticas damas, sedientas siempre de una aventura galante.
�Bueno, haya sido de una u otra forma, en todo caso ninguna de las premisas tiene mayor importancia en el desarrollo de esta historia.
�Y la celebraci�n para honrar el viaje sin retorno de Galo, se dio inicio con el rigor costumbrista existente en esa zona.
�El presentimiento de Felisa, respecto del lugar en que se ocultar�an los restos del infortunado tenorio local, que lo aceptaron todos como un mensaje de inspiraci�n divina y que en adelante nadie os� refutarlo, bien mirado, no carec�a de l�gica. Ciertamente, d�nde mejor que un r�o de caudalosas y violentas aguas para esconder un cad�ver, sin posibilidad de que fuese hallado en mucho tiempo. Adem�s, el r�o Cutuchi se prestaba a las mil maravillas para facilitar este macabro prop�sito, ya que su g�lida corriente, procedente de los deshielos del nevado Cotopaxi, atraviesa longitudinalmente el centro de la ciudad de Latacunga.
�Cuando el astro rey hac�a su triunfal aparici�n sobre los n�veos picos de los Andes y con su dorada luz incendiaba de belleza la serran�a, los hombres del caser�o, encaramados en varios destartalados camiones, que levantaban nubes de polvo a su paso, enrumbaron hacia la vecina ciudad. Su intenci�n era la de examinar palmo a palmo el r�o, de ser necesario, hasta llegar a Ambato. Ciudad localizada a unos cuarenta kil�metros de all�.
�La b�squeda se inici� con entusiasmo y se mantuvo con igual ah�nco durante el tiempo que �sta se efectu�.
�A lo largo de tres semanas no pararon de examinar el lecho del r�o, sin que aparecieran por ning�n lado los restos del presunto fallecido. Trabajaban de sol a sol y sal�an del agua tan s�lo por la noche, para acudir a casa de Tarsila, donde se continuaba velando todav�a un retrato en permanente espera de poder sustituirlo con su original de un momento a otro.
�Mientras transcurri� la primera semana, tiempo que abarc� unos doce kil�metros de desplazamiento por el curso del r�o, nada encontraron. Al finalizar la segunda semana y luego de avanzar otros doce kil�metros, medio enterrados en el fango, hallaron una silla de montar y un abollado yelmo de metal, que hab�a pertenecido a la armadura de un caballero medieval. Tan raro objeto, que nadie sab�a c�mo ni cu�ndo hab�a ido a parar all�, fue acogido con buen humor. Los j�venes, especialmente los bromistas, uno detr�s de otro, fueron coloc�ndose en la cabeza entre guasas y risas.
�Pero la algazara termin� en cuanto don Juan de Mata Mena (que pretend�a descender de unos hidalgos de su mismo apellido, originarios de la Coru�a, y que pregonaba a los cuatro vientos que en sus venas no circulaba sino sangre azul), sinti�ndose ofendido por el escarnio que estaba siendo objeto aquella noble arma defensiva, usada tal vez por alguno de sus ilustres antepasados, la arrebat� de poder de uno de los bromistas, arranc�ndola de la cabeza a viva fuerza, y la reclam� para s� como herencia natural.
�Apretando el yelmo fuertemente contra su pecho, don Juan de Mata Mena corri� hacia la pr�xima orilla y, desde ah�, se puso a insultar a sus compa�eros:
���Jam�s consentir� que este hato de plebeyos mentecatos e ignaros ind�genas profanen con tama�os desaguisados esta reliquia de una �poca en la cual la cristiana Europa cifr� su orgullo en la dignidad y la justicia! �Oh, qu� tiempos fueron aquellos! Era entonces cuando el caballero, inmerso en su met�lica armadura, recorr�a el mundo, imponiendo al pagano la cruz a golpes de espada. El mismo gigante Fierabr�s, moro feroz, capaz de derrotar �l solo a todo un ej�rcito, fue abatido en singular combate por Rold�n, uno de los doce paladines de Carlomagno �y se puso a lustrar el viejo trasto con la manga de su camisa, sin reparar en
las incendiarias miradas que le prodigaban sus vejados coterr�neos.
�El cabo Pacheco, por su parte, que era descendiente en quinta o sexta generaci�n de un tal Pacheco que luch� y muri� gloriosamente, un 11 de noviembre, por la Independencia de Latacunga, y que adem�s dec�a ser tan anticolonialista como su tatarabuelo, le tild� al "hidalgo" de negrero, encomendero y no s� cu�ntos calificativos m�s, terminados en "ero". Pero logr� apaciguar al mozo, de cuya testa fue arrancado el yelmo con despiadada sa�a, que pugnaba por echarse encima de su agresor, en justa represalia por haberle lastimado las orejas durante la brusca acci�n sufrida.
�Felizmente, pronto se restableci� la tranquilidad y la b�squeda continu� con el fervor acostumbrado, aunque en lo que restaba de la semana nada m�s pudieron encontrar.
�Mientras transcurr�a la tercera semana, el hallazgo de unos huesos prometi� que el sacrificio ser�a coronado por el �xito. Se trataba de un f�mur y una v�rtebra completamente pelados y que parec�an haber permanecido durante mucho tiempo sumergidos en el agua y expuestos, como es f�cil de entender, a su acci�n corrosiva. Aparte del color negruzco que presentaban, estaban pr�cticamente cubiertos de finas fisuras. A pesar de su aspecto de notoria vejez, no vacilaron en suponerlos parte de los restos mortales del pobre �Mister�. Y cuando alguien, con sentido com�n, quiso hacerles notar que tales despojos no pod�an ser de Galo, ya que se ve�an bastante deteriorados para pertenecer a alguien fallecido apenas un mes antes, le tildaron nada menos que de ignorante.
�La nueva de que hab�an sido hallados los restos del hasta ahora supuesto fenecido, no se hizo esperar. Las autoridades de polic�a se presentaron en ese lugar y obligaron a los deudos a entregar su hallazgo, prometiendo devolverlos luego de que fueran examinados por el m�dico forense.
�Aceptaron a rega�adientes la confiscaci�n moment�nea realizada por los representantes de la polic�a, tom�ndola como una absurda injerencia que buscaba �nicamente entorpecer y dilatar sabe Dios hasta cu�ndo la ceremonia f�nebre que merecidamente deb�an recibir aquellos despojos. Pero, contrariamente a esta generalizada creencia, la espera no pudo ser m�s corta ni m�s decepcionante.
�Tan s�lo hubieron de aguardar unas cuantos minutos para que un oficial de polic�a, conteniendo a duras penas la risa, les explicara que tal osamenta, concluyentemente, no pertenec�a al difunto Galo Cordero, apodado �Mister� (los deudos de �ste pusieron mala cara), y que ni siquiera eran humanos sino equinos sin la menor duda. Rosendo quiso refutar semejante afirmaci�n, pero el oficial puso en sus brazos las piezas �seas y le empujo hacia la calle junto con los dem�s.
�Con la decepci�n pintada en el rostro, pero sin claudicar, los leales oncenoviembrinos regresaron al r�o.
�Sin embargo, al finalizar esa semana y ya muy cerca de Ambato, renunciaron a la b�squeda. Fatigados por el esfuerzo empleado durante tantos d�as de permanencia con el agua hasta el cuello, removiendo, troncos atrapados entre las piedras y piedras semienterradas en el fango y de exponer la vida a cada instante en los furiosos remolinos y cascadas, el �nimo se les fue abajo. Y la mayor�a de los buscadores pensaron en la conveniencia de suspender la campa�a, aduciendo que �sta no dar�a frutos aunque avanzaran hasta el mismo r�o Amazonas. Adem�s, todos ellos eran gente de tierra firme y el permanente contacto con el agua les ocasionaba quebrantos en la salud. Por ejemplo, don Ursesino Calvo, don Te�filo Travez y hasta el mismo cabo Pacheco, hombres de mediana edad, empezaron a sufrir de dolores reum�ticos. Fue as� como una tarde abandonaron el r�o para no volver a �l m�s.
�No obstante, estaban lejos de sentirse satisfechos.
�Sonrisas Figueroa, mozo de brillantes ideas, pero que pese a su mote jam�s sonre�a, cuando dejaban definitivamente el r�o, les record� que el d�a en que Cordero se esfumara era precisamente la v�spera de la fiesta de san Pedro y san Pablo. Por tanto, la forma que habr�an utilizado los asesinos para hacer desaparecer el cad�ver ser�a muy diferente de la cual se supon�a hasta entonces. Pues, como es sabido, en toda la serran�a, esa fecha es celebrada con grandes fogatas en honor de los citados santos. De modo que era f�cil de presumir que a la hoguera y no a otra parte ir�an a parar los restos del malogrado muchacho.
�Consideraron la posibilidad de examinar las ya extinguidas hogueras. Mas les pareci� que esa labor les llevar�a demasiado tiempo. El �rea era extensa. Adem�s, �qui�n les garantizaba que las voraces llamas no hubiesen consumido hasta el �ltimo vestigio del infortunado joven? En consecuencia, m�s les val�a no comprometer el tiempo en otra campa�a in�til.
�El d�a siguiente se cumplir�a un mes de la desaparici�n del llorado Galo. Acontecimiento que con absoluta certeza se deb�a a su muerte. En tal circunstancia, era hora ya de cumplir con uno de los ritos que la santa madre iglesia cat�lica impone a sus fieles: la celebraci�n de una solemne misa por el descanso del alma de un difunto.
�En la �ltima noche del velatorio hubo m�s l�grimas que en las anteriores juntas. Tambi�n abundaron las an�cdotas jocosas relatadas por don Juan de Mata Mena y el cabo Pacheco, rescatadas de las vicisitudes de la vida, ya bastante dilatada en el caso de ellos. Los canelazos, acompa�ados de galletas de Ambato, las "puntas" de los ca�averales de Sigchos (bebida apta s�lo para gaznates a prueba de fuego) y el "an�s del mono", fueron servidos reiteradamente a los presentes, que demostraron poseer una capacidad incre�ble para libar grandes cantidades de alcohol, sin que la embriaguez desdibujase su temperamento siempre mesurado y afable.
�Y como no pod�a ser de otra manera, se sirvieron tambi�n viandas regionales, de aquellas que contienen papas enteras en salsa de semillas de calabaza, complementadas con huevos y queso de hoja, aj� de cuy, fritada de cerdo y otras carnes preparadas h�bilmente, y pastelillos de "chahaurmishqui".
�Fue una noche en la cual se fundieron entre s� el dolor y el regocijo.
�Y el nuevo d�a se hizo presente, como se suele decir por aqu�, con poncho y bufanda. Aqu�l no pod�a ser m�s gris y fr�o. Pero, a medida que las horas transcurr�an, el sol arrincon� su plomizo y g�lido manto de niebla para reemplazarlo por otro, c�lido y azul.
�Y toda la aldea, pr�cticamente, se volc� a la iglesia.
�El oficio religioso comenz� con el recogimiento debido. Tanto el padre Silverio como los feligreses no escatimaron oraciones destinadas a predisponer la piedad de Dios y de todos los santos en favor del alma de Galo Cordero. Por si ella encontrase dificultad para llegar directamente a la Gloria. Por otra parte, resultaba conmovedor escucharle al p�rroco ensalzar y evocar la vida y milagros del difunto, como si �l mismo hubiese sido testigo presencial de los ejemplares actos de �ste. Asegur� que su bienaventurada alma encontrar�a grata hospitalidad en el para�so celestial, donde un coro de �ngeles se esforzar�a por mitigar la nostalgia sentida por la ausencia de sus seres amados con deliciosos cantares, transformando pronto su existencia en un placentero y perenne periplo. Sin embargo, no obstante esta prerrogativa, que ya quisieran disfrutarla todos quienes han dejado este mundo, Galo (ahora �nicamente en alma, pero siempre Galo), aureolado por un nimbo de luz azulada, bajar�a de vez en cuando del cielo para visitar a sus parientes y amigos.
�Un sollozo tan fuerte como el fragoroso trueno, estremeci� el pecho de los concurrentes.
�Luego de o�r aquella ceremonia f�nebre, los feligreses, sin poder detener las l�grimas, que se precipitaban de los ojos como verdaderas cataratas, empezaron a salir de la iglesia. Al ponerse en movimiento esas piadosas personas, de atuendo de riguroso luto, daban la apariencia de una bandada de murci�lagos abandonando la lobreguez de su cueva.
�Pero en cuanto traspasaron la puerta se encontraron con algo ins�lito, que les hizo abrir desmesuradamente los ojos, empalidecer el rostro, proferir gritos de terror y persignar a un tiempo. Y, sin encontrar el suficiente valor para continuar mirando lo que acababan de descubrir, dieron media vuelta y emprendieron s�bito retorno al sito que hab�an abandonado poco antes.
�Un repentino y grande pavor se hab�a apoderado de todos ellos, que no pensaron sino en huir hacia los lugares m�s rec�nditos del templo. En su precipitaci�n arrollaban a los menos veloces, que no pod�an evitar la embestida de los m�s �giles. Y gritaban:
���Es �l! �Es �l!... �Ha regresado!... �Ha resucitado!...
���Recen!... �Recen la "magn�fica"! �gimi� una anciana mujer.
���Canten m�s bien el "tono de las vacas"! �sugiri� otra mujer aun m�s vieja que la anterior.
�Y en un segundo, las plegarias, salpicadas por lastimeros ayes, convirtieron la iglesia en una olla de grillos.
�Tras minutos de perplejidad, el padre Silverio, acompa�ado del cabo Pacheco y de otros lugare�os de probada valent�a, se asomaron con cautela a la puerta del templo, decididos a mirar detenidamente lo que ocurr�a afuera. Y vaya la sorpresa que se llevaron. Pues, �el mism�simo Galo Cordero, tal cual era cuando viv�a y se le ve�a caminar por las calles, camino de la taberna o detr�s de las chiquillas, atravesaba garboso la plaza contigua!
�Tra�a Cordero los ojos enrojecidos, como si no hubiese dormido en mucho tiempo, y la barba crecida y enmara�ada. Detalles que le daban el aspecto feroz de un feroz maleante. Tambi�n se le ve�a flaco y p�lido. Pero de la aureola que tanto hablara el cura, no tra�a la menor huella.
�El aparecido se sorprendi� a su vez al notar que la gentes, de riguroso luto todas, que nada m�s al verle se hab�an quedado como estatuas. Por tanto, cambiando la direcci�n que segu�a, se acerc� a la puerta de la iglesia, llevado por el prurito de la curiosidad.
���Qui�n ha sido llamado por la justicia divina a rendir cuentas de sus andadas? �inquiri� Cordero con su acostumbrada pedanter�a a las sorprendidas personas que le miraban temblorosas y con la boca abierta, a punto de precipitarse nuevamente al seno del sagrado recinto en pos de protecci�n.
�El padre Silverio fue el �nico del grupo que logr� articular palabra y, entre temblores, musit�:
��T�..., t�... t�, hijo m�o. Ahora mismo acabo de celebrar una misa, rogando a Dios por la eterna paz de tu alma �junt� las manos en actitud implorante�. Pero dime amigo m�o: �Has... has sido incorporado ya a la Gloria? �S�?... Entonces, �por qu� te hallas vagando a�n por el mundo de los vivos? �Te han concedido, acaso, vacaciones tan pronto?
���Una misa por mi alma! �Pero de qu� est� hablando usted, padre Silverio? �Est� usted otra vez borracho? �respondi� nada cort�s el aludido, crey�ndole al santo var�n fuera de sus cabales. Y como si fuera poco lo dicho, agreg�: �Misa por m�? �Qu� me lleve el diablo si lo entiendo!
�Al escuchar aquella palabra que designaba al maligno, lo cual no garantizaba que estuviese en gracia de Dios quien la pronunciara, todos persignaron deprisa.
���C�mo! �Acaso no entiendes ya el lenguaje de los vivos? �contest� el sacerdote, gui�ando un ojo, irritado por el sudor que el miedo le hac�a verter a c�ntaros de la frente.
��Pero, �no ve que sigo tan vivo como usted? �arguy� Cordero, a punto de salir de sus casillas pero a�n con �nimo para bromear� Vamos, vamos, padre Silverio, que a todo un cura no le hace nada bien andarse por las ramas. �Pues d�game usted qui�n de mis chismosos vecinos le ha ido con el cuento de que me he muerto? Va a verlo c�mo ahora mismo le pedo cuentas al farsante.
�El cura se limit� a mirarle con marcada duda pero nada dijo.
�Carmen Cecilia, una joven de buen ver, pecosa y de hermosos ojos verdes, procurando superar el temor que le hac�a casta�etear los dientes, profiri�:
���Oh! �Mister� amado, t� debes estar muerto. Es indudable. No lo niegues. Pues, aparte de flaco, est�s tan p�lido como los muertos. No puedes ser sino un fantasma.
���Est�s segura, gatita? �Galo le abras� el alma con su fulgurante mirada, mientras, sin dejar de sonre�r, se acerc� para darle un pellizco en donde no deb�a. La joven, ante el desparpajo del fantasma, se cubri� la cara con las manos, llena de verg�enza.
�Sonrisas Figueroa patentiz� se adhesi�n a la abochornada Carmen Cecilia, ofreci�ndola l�nguidas miradas. Deseaba demostrar su adhesi�n en momentos tan apurados. Y detr�s de alguna vacilaci�n se enfrent� al atrevido aparecido:
���Mister�, tu condici�n de muerto te pone al abrigo de mi venganza �galle�. De lo contrario, te lo suprim�a ahora mismo. �Grosero!
�Pero el insulto no qued� impune. Felisa, que no hab�a tenido ojos sino para a Cordero, no pudo dejar pasar por alto la oportunidad de salir en defensa de su amado, y acerc�ndose con sigilo hasta Sonrisas, le acarici� en la de besar con una sonora bofetada. En tanto, Cordero, indiferente a lo que ocurr�a, sacando de no s� d�nde un cigarrillo aplastado y torcido lo colg� de sus labios. Y luego de buscar sin �xito f�sforos en todos los bolsillos, dirigi�ndose a los concurrentes, expres�:
���Hay aqu� alguien que me d� fuego? En estos �ltimos d�as parece que me he acostumbrado a fumar �e hizo un gui�o al cura, que le miraba perplejo.
�Ya fuese porque ninguno de los presentes contara con f�sforos de momento o ya fue porque les parec�a el colmo del cinismo que un muerto se pusiera a fumar, nadie hizo nada por complacerle. Fue entonces cuando el cura, que jam�s hab�a tenido la menor informaci�n acerca de que los muertos gustasen de cigarrillos y mucho menos fueran por el mundo pellizcando a las damas, empez� a sospechar que el hombre, a quien la comunidad entera le hab�a llorado su muerte, bien pod�a estar vivo. Y no quiso seguir con la incertidumbre.
��Dime la verdad, muchacho: �Est�s a�n con vida? �le apremi� el sacerdote, acerc�ndose con cautela a Galo Cordero. De pronto, no tuvo ya duda, y tom�ndole por las solapas de la leva, le zarande� mientras le reprend�a�: �D�nde has permanecido malvado pillastre en tanto que tu pobre madre, tus amantes, tus rivales y aun las rivales de tus amantes lloraran a moco tendido tu presunta muerte?
���Demonios! �aclar� parsimoniosamente el aludido� Acabo de recobrar ahora mismo la libertad. Una banda de avezados forajidos que se proclaman guerrilleros, me ha retenido secuestrado durante el tiempo de mi ausencia, confundi�ndome con cierto gringo de quien dec�an tener pruebas de pertenecer a la CIA. �Mi aspecto n�rdico, como ustedes bien lo saben, me impone con demasiada frecuencia el amargo c�liz que debo apurarlo con santa resignaci�n. �Ay, pobre de m�! Me he visto sometido a la humillaci�n de permanecer encerrado en un cuarto oscuro, atado de pies y manos y con los ojos vendados. Cr�anme ustedes que estuve a un tris de perecer consumido por el hambre, ya que tales desalmados no me nutr�an sino para conservarme apenas con vida. Y qu� decir de la cama que me destinaron, que no era otra que el suelo raso y h�medo. Sin embargo, no me vejaron ni de palabra ni de obra. En realidad no parec�an malas gentes. S�lo buscaban lo suyo. Y cuando ya me acostumbraba a mi prisi�n y me decid�a a pasar ah� el resto de a�os que me quedan, de pronto, percat�ndose de su error, me dejan en libertad. �Diablos! Estoy muerto de hambre, de cansancio y de sue�o.
Ante semejante explicaci�n, el cura no tuvo otro remedio que dejarle en paz.
���Hijo m�o! �acudi� su madre con la velocidad del halc�n que cae sobre su presa, pero gritando como una lechuza� �Hijo m�o, has vuelto! �y le atrap� con f�rreo abrazo, pese a sus debilitados brazos.
�A nadie le convenci� el cuento del secuestro expuesto por �Mister� Cordero. Pero �se trataba realmente de un cuento?�
EPILOGO
Cuando finaliz� la lectura de su tercer relato, el aspirante a escritor mir� con entusiasmo a su consejero, quien, con su cort�s silencio, le hab�a permitido leer sus creaciones con la tranquilidad necesaria. Y bien, la hora de o�r su constructiva cr�tica hab�a llegado. �Qu� le dir�a? �Le felicitar�a o nada m�s se limitar�a a se�alar con aprobadora mirada el relato que a su juicio contar�a con mayores posibilidades de triunfo en el esperado concurso literario?
Lequerica, antes de atreverse a solicitar la opini�n de su consejero, que se manten�a como congelado por la quietud absoluta, se permiti� por primera vez a mirarle directa y atentamente. Y lo que vio le desconcert�.
El c�lebre doctor roncaba suavemente, casi silenciosamente. Entonces comprendi� que �l no hab�a escuchado una palabra de la lectura. Y como para confirmar su convencimiento, en ese preciso instante se despert� mirando a su derredor con sobresalto. Observ� por un rato confundido a Lequerica y pudo al fin recordarlo y record� tambi�n las �ltimas palabras que le oyera antes de que Morfeo le tomase en sus brazos.
��Fant�stico, fant�stico! �exclam�, dejando aflorar en sus marchitos labios el recuerdo de esas dos palabras que hab�an quedado sedimentadas en la memoria, aplastadas pero latentes, bajo el peso de unas horas de sue�o y que ahora sal�an a flote llenas de fuerza. Mir� su reloj de pulso y la hora que �ste indicaba le sorprendi� ingratamente. D�ndose cuenta de que su visitante continuaba con un folleto en las manos, le apremi� poco cort�s�: Pues bien, amigo, �qu� espera para comenzar la lectura? Le prevengo que no dispongo de toda la tarde para dedicarla s�lo a usted. Debo tambi�n dormir la siesta. ��Por Cristo crucificado! Cuando uno va poni�ndose viejo, empieza a comprender que en la vida nada hay mejor que el sue�o. Es �l la leche de los ancianos �mir� nuevamente su reloj y agreg�: Vamos, se�or Lequerica, empiece a leer �y sin pretender oponer la menor resistencia, se dej� otra vez dominar por el sue�o.
Lequerica estuvo tentado de llevar los dedos a la boca y, luego de llenar al m�ximo los pulmones de aire, arrancarle del sue�o con un tremendo silbido. A su entender, el ilustre doctor lo ten�a bien merecido aquel susto como equitativa retribuci�n a su descort�s hospitalidad y, sobre todo, por su dudosa actitud a la hora de acudir al llamado de ayuda de un colega en ciernes. Pero opt� por dejar las cosas como estaban.
Guard� en su portapapeles las cuartillas impresas que hab�a cargado consigo y, movi�ndose con sumo cuidado, dej� la casa del literato.
No le quedaba ya la menor duda de que, en el mundo de las letras, el escritor se halla como en la torre de Babel. Nadie puede escuchar su grito de auxilio puesto que cada uno habla un lenguaje diferente. Adem�s, �qui�n, por buen samaritano que fuese, ser�a tan pr�digo como para dar a beber a otro del agua que precisa para s� mismo, mientras permanece en aquel abrasador desierto, a donde ha ido a parar persiguiendo el fugitivo �xito?
24 de enero de 1999
Carlos Villamar�n Escudero
LECTOR
Si este libro te agrada, no lo prestes, porque rest�ndome compradores, agradecer�as, el deleite que me debes, devolvi�ndome mal por bien.
Si este libro no te agrada, no lo prestes, porque obra insensatamente quien propaga lo malo.
Prestar un libro es un gran perjuicio para el autor que cobra derechos por ejemplar vendido.
- Arriba